Aquí os dejamos algunos de los fragmentos significativos de obras representativas de la literatura de aventuras. Ya sabéis, algunas preguntas del Trivial estarán relacionadas con estos textos...
Fragmento
de Moby
Dick,
de
Herman
Melville
"Llamadme
Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-,
teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular
que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco
por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que
tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación.
Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en
mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me
encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y,
especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que
hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle
con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los
transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la
mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala.
Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos;
yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si
bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna
ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a
los míos respecto del océano".
Fragmento
de La Isla del
Tesoro,
de Robert
Louis Stevenson
“Me
ha sido imposible rehusar las repetidas instancias que el caballero
Trelawney, el doctor Livesey y otros muchos señores me han hecho
para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la ISLA
DEL TESORO. Pongo, pues, manos a la obra, relatándolo todo, desde el
alfa hasta la omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero,
exceptuando la determinación geográfica de la isla, y esto sólo
porque estoy convencido de que en ella existe aún un escondido
tesoro. Tomo la pluma en el año de gracia de 17... y retrocedo hasta
la época en que mi padre era propietario de la posada del "Almirante
Benbow" y hasta el día en que por vez primera, vino a alojarse
en ella aquel viejo marino de tez curtida por los elementos, con su
grande y visible cicatriz. Aún lo recuerdo. Llegó a la puerta de la
posada estudiando su aspecto, seguido de su maleta, que alguien
conducía tras el en una carretilla de mano. Era un hombre alto,
fuerte, de pronunciado color moreno avellana. Su trenza o coleta
alquitranada caíale sobre las hombreras de su poco limpia blusa
marina. Sus manos callosas y llenas de marcas, enseñaban las
extremidades de unas uñas quebradas y negruzcas; llevaba en una
mejilla aquella cicatriz de sable, sucia y de color blancuzco y
repugnante”.
Fragmento
de Los viajes de
Gulliver,
de
Jonathan
Swift
"El
declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a
la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la
noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin
descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo
estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me
encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del
tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al
abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la
hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que
recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según
pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no
pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos
y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi
cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía
varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de
los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar hacia arriba; el sol
empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi
alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente
me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna
izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el
pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia
abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana
cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las
manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta
de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero.
Estaba yo en extremo asombrado, y rugítan fuerte, que todos ellos
huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después,
resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis
costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos,
que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara,
levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó
con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los
demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces
no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que
este rato fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por
libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar las
estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo -pues
llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que se habían
valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un fuerte tirón que me
produjo grandes dolores, aflojé algo las cuerdecillas que me
sujetaban los cabellos por el lado izquierdo, de modo que pude volver
la cabeza unas dos pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez
antes de que yo pudiera atraparlas”.
Fragmento
de El capitán
Alatriste,
de
Arturo
Pérez Reverte
“No
era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre
valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como
soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo
conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedíes en
trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por
cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para
solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por
aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego
pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar
eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar
donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina,
entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se
desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de
espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga
estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores
profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína,
solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando
estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las
tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni
a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran
años duros”.
Fragmento
de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas
“-Apartaos,
joven -gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de
su rostro había adivinado el designio de D'Artagnan-. Podéis
retiraros, os lo permitimos. Salvad vuestra piel, de prisa.
D'Artagnan
no se movió.
-Decididamente
sois un valiente -dijo Athos apretando la mano del joven.
-¡Vamos,
vamos, tomemos una decisión! -prosiguió Jussac.
-Veamos
-dijeron Porthos y Aramis-, hagamos algo.
-El
señor está lleno de generosidad -dijo Athos.
Pero
los tres pensaban en la juventud de D'Artagnan y temían su
inexperiencia.
-No
seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño
-prosiguió Athos-, y no por eso dejarán de decir que éramos cuatro
hombres.
-¡Sí,
pero retroceder...! -dijo Porthos. -Es difícil -añadió Athos.
D'Artagnan
comprendió su falta de resolución.
-Señores,
ponedme a prueba -dijo-, y os juro por mi honor que no quiero
marcharme de aquí si somos vencidos.
-¿Cómo
os llamáis, valiente? -dijo Athos.
-D'Artagnan,
señor.
-¡Pues
bien, Athos, Porthos, Aramis y D'Artagnan, adelante! -gritó Athos.
-¿Y
bien? Veamos, señores, ¿os decidís a decidiros? -gritó por
tercera vez Jussac.
-Está
resuelto, señores -dijo Athos.”
Fragmento
de Las cuatro plumas, de A.E.W. Mason
"Toda
mi vida tuve miedo de que algún día actuara como un cobarde, y
desde el principio supe que estaba destinado a ser militar. Mantuve
mi temor en privado. No tenía a nadie a quien contarle. Mi madre
había fallecido, y mi padre… Se detuvo por un momento, y respiro
profundamente. Casi podía ver a su padre aquel solitario hombre de
hierro, sentado en ese mismo instante en la silla favorita de su
madre en la terraza, mirando sobre los campos iluminados por la luna
en los Sussex Downs; podría imaginarlo soñando con los honores y
distinciones que los Fevershams merecedoramente ganarían
inmediatamente gracias a su hijo en la campaña en Egipto.
Seguramente el corazón del viejo hombre se rompería al saber de
esto. La magnitud del daño que había causado, la miseria que se
esparciría, empezaba a ser clara para Harry Feversham. Soltó su
cabeza entre sus manos y gimió en voz alta (…).
Feversham
recogió el anillo y lo sostuvo en la palma de su mano, manteniéndose
estoicamente. Nunca le había importado tanto ella, nunca había
reconocido sus valores tan minuciosamente como en este momento que la
perdía. Sólo ella irradiaba luz en esa silenciosa habitación,
maravillosa, más maravillosa, desde las brillantes flores de su
cabello hasta las blancas zapatillas de sus pies. No era creíble que
alguna vez la hubiera conquistado. Sin embargo, lo había hecho y por
su deslealtad la había perdido. Entonces su voz rompió sus
reflexiones.
-Esas, también, son tuyas. ¿Las puedes tomar, por favor?
-Esas, también, son tuyas. ¿Las puedes tomar, por favor?
-Ella
apuntaba con su abanico hacia las plumas colocadas sobre la mesa.
Feversham obedientemente las alcanzó con la mano, y las apartó con
sorpresa.
-Hay cuatro plumas-, dijo él.
-Hay cuatro plumas-, dijo él.
Ethne
no contestó, y mirando su abanico Feversham lo comprendió todo. Era
un abanico de marfil y plumas blancas. Ella había roto una de las
plumas y la había añadido por su cuenta a las tres. Lo que había
hecho era cruel, sin duda. Pero ella deseaba ponerle fin a todo -un
completo e inevitable final-; aunque su voz era firme y su rostro, a
pesar de su complexión, imperturbable, se sentía realmente
atormentada por la humillación y el dolor. Deseaba no volver a ver a
Harry Feversham después de esa noche. Por eso había añadido la
cuarta pluma a las tres. Él las mantuvo entre sus dedos como si las
fuera a quebrar por la mitad. Pero se detuvo en la acción. Miró de
repente hacia ella y mantuvo sus ojos sobre su rostro por un
instante. Entonces con extrema delicadeza colocó las plumas en el
bolsillo de su pecho. Ethne en ese instante no tomó en cuenta porqué
lo hacía. Sólo pensó que ese era el irrevocable final”.
Fragmento
de Huckleberry
Finn,
de
Mark
Twain
"Pasaron
dos o tres días con sus noches; creo que podría decir que pasaron
nadando, que se deslizaron, callados, serenos, hermosos. Así
pasábamos el tiempo: allá abajo el río era monstruosamente
grande..., en algunos lugares tenía una milla y media de ancho; por
la noche navegábamos, y de día parábamos y nos escondíamos; en
cuanto empezaba a hacerse de día dejábamos de navegar y amarrábamos
la balsa, casi siempre en las aguas muertas, debajo de una barra de
arena; luego cortábamos unos álamos jóvenes y unos sauces y
tapábamos la balsa con ellos. Después de echar los sedales, nos
metíamos en el río sin hacer ruido, y nadábamos un rato para
lavarnos y refrescarnos, y nos sentábamos en el fondo arenoso donde
el agua nos llegaba más o menos hasta las rodillas y mirábamos la
luz del día. No se oía nada, un silencio perfecto, como si el mundo
entero durmiese; a veces, sólo el chapaleo de las ranas. Si
mirábamos por encima del agua, lejos, lo primero que se veía era
algo que parecía una línea oscura: era el bosque, al otro lado; no
se distinguía nada más; luego, un pedazo pálido de cielo, y más
palidez, extendiéndose; entonces, muy lejos, el río empezaba a
suavizarse, y ya no era negro, sino gris; se veían unas manchitas
oscuras que flotaban, muy lejos; chalanas y esas cosas, y unas rayas
largas y negras, balsas; a veces se oía el crujir de un remo, o
voces entreveradas, porque era tan grande el silencio y los sonidos
llegaban de muy lejos; y enseguida se veía una raya en el agua, por
su aspecto sabíamos que era un tronco sumergido en la corriente
rápida que se rompía encima y le daba esa forma; y luego la
neblina, rizándose sobre el agua, y el este se ponía rojo, y
también el río, y aparecía una cabaña de troncos al borde del
bosque, muy lejos, en la otra orilla, seguramente un depósito de
maderas, con las pilas hechas por unos chapuzas, tan mal, que se
podía soltar un perro y hacerlo pasar por cualquier parte. Y luego,
una brisa muy suave que viene desde allí, abanicándote, fresca y
pura y con ese olor tan dulce que le dan los bosques y las flores,
aunque hay veces que no llega así porque alguien deja peces muertos
por ahí, peces aguja o de otra clase, y huelen bastante mal; y
luego, ¡el día!, ¡y todo sonríe al sol, y los pájaros cantan y
cantan! "
Fragmento
de 20.000 leguas
de viaje submarino,
de
Julio
Verne
"Pero
no podíamos detenernos. Había que seguir al capitán, que
parecía dirigirse por senderos tan sólo por él conocidos. El
suelo ascendía sensiblemente y a veces al elevar el brazo lo sacaba
por encima de la superficie del agua. Luego, el nivel del banco
descendió de nuevo caprichosamente. A menudo debíamos contornear
altas rocas de formas piramidales. En sus oscuras
anfractuosidades, grandes crustáceos, apostados sobre sus altas
patas como máquinas de guerra, nos miraban con sus ojos fijos,
y bajo nuestros pies reptaban diversas clases de nereidos alargando
desmesuradamente sus antenas y sus cirros tentaculares.
De
repente se abrió ante nosotros una vasta gruta excavada en un
pintoresco conglomerado de rocas tapizadas de flora submarina.
En un primer momento, la gruta me pareció profundamente oscura. Los
rayos solares parecían apagarse en ella por degradaciones sucesivas.
Su vaga transparencia no era ya más que luz ahogada. El capitán
Nemo entró en ella y nosotros le seguimos. Mis ojos se acostumbraron
pronto a esas tinieblas relativas. Distinguí los arranques de la
bóveda, muy caprichosamente torneados, sobre pilares naturales
sólidamente sustentados en su base granítica, como las pesadas
columnas de la arquitectura toscana. "
Fragmento
de El Último
Catón, de
Matilde Asensi
"Seguí
punto por punto las indicaciones de Farag, cruzando una mirada de
inteligencia con el capitán en cuanto estuve lo bastante cerca.
Tenían razón en sus apreciaciones. El centro de la fuente era un
cilindro de piedra del que salían doce grifos de cobre bajo los
cuales había un desaguadero de poco menos de un metro de ancho,
rodeado por un pequeño pretil. Allí, al fondo, casi ocultos por el
agua sucia que había quedado estancada después de las recientes y
masivas abluciones, podían verse los sillares de piedra con los
relieves desgastados en los que se adivinaba perfectamente —una vez
que se sabía lo que había que buscar— las partes inconexas de un
Crismón constantineano. Muy bien, me dije frunciendo los labios,
¿dónde estaba el truco? ¿Qué había que hacer ahora? A pesar de
que estaba advertida del peligro que suponía mi presencia junto al
sabial, no me di cuenta de que, con un gesto inconsciente, acababa de
abrir uno de los grifos y, aunque no provoqué ningún cataclismo
cósmico, ese gesto me dio una idea que, desde luego, no dudé en
poner en práctica: quitándome los zapatos ante los ojos
horrorizados de Farag y del capitán, me metí en el canal del
desaguadero para comprobar si lo que había que hacer era pisar las
piedras. Obviamente, no sirvió para nada, pero, como el fondo estaba
muy resbaladizo, al dar un paso atrás para salir patiné y choqué
de costado contra el grifo que tenía delante. Lo curioso fue que el
grifo se dobló hacia arriba sin romperse, dejando al descubierto un
muelle que delataba que habíamos dado con algo. Farag y el capitán,
viendo el resorte, decidieron imitarme y se metieron, con zapatos y
todo, en el canalón, propinando empellones a todos los grifos como
si se hubieran vuelto locos".
Fragmento
de Sandokán, el Rey
del Mar,
de Emilio
Salgari
"Antes
de abandonar los dos barcos, los malayos encendieron mechas adheridas
a los barriles de pólvora que habían dejado en la Santa Bárbara.
Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, se apoyaron en la amura de popa
para mirar tranquilamente a los dos transportes. Delante de ellos
habían colocado un cronómetro.
¡Tres
minutos!- dijo, de repente, Sandokán, volviéndolo hacia sus
compañeros. ¡El final!
Un instante después retumbaba una explosión horrísona, a la que siguió otra a muy poca distancia, no menos ensordecedora. Ambas naves, cuarteadas por las voladuras, se hundían rápidamente, en medio de los gritos furiosos de los soldados y de las tripulaciones que contemplaban la catástrofe desde la costa de la isla.
Un instante después retumbaba una explosión horrísona, a la que siguió otra a muy poca distancia, no menos ensordecedora. Ambas naves, cuarteadas por las voladuras, se hundían rápidamente, en medio de los gritos furiosos de los soldados y de las tripulaciones que contemplaban la catástrofe desde la costa de la isla.
¡He
ahí la guerra!- dijo Sandokán, con una sonrisa sarcástica- ¿La
han querido? ¡Que la paguen! ¡Y esto no es más que el comienzo del
drama!
Luego
volviéndose hacia Yáñez, añadió:
Ahora
vámonos a Sarawak; aquel golfo será el teatro de nuestra futura
campaña, y allí las presas serán más abundantes que aquí! ¡Ya
lo veréis! El Rey del Mar se alejó rápidamente de las islas
Romades, poniendo la proa al Sur”.
Fragmento
de Ivanhoe,
de Sir Walter Scott
-¿Es
posible -añadió lady Rowena- que no se encuentre en todo el
ejército inglés un sólo caballero que pueda competir con los del
Temple y los de San Juan? -No os digo, señora -contestó el
templario-, que t deje de haberlos. El rey Ricardo llevó a Palestina
una hueste de famosos guerreros que de cuantos han blandido una lanza
en defensa del Santo Sepulcro sólo ceden a mis hermanos de armas,
que siempre han sido el perpetuo baluarte de la Tierra Santa. -¡Que
a nadie cedieron jamás! --exclamó con fuerza el peregrino, que se
había acercado algún tanto y escuchaba esta conversación con
visible impaciencia. Todos los circunstantes se volvieron hacia donde
había sonado tan inesperada voz. -Sostengo -continuó con firme y
decidida voz- que a los caballeros ingleses que formaban la escolta
de Ricardo I no aventaja ninguno de cuantos han blandido el acero en
defensa de Sión! ¡Y añado, porque lo he visto, que el rey Ricardo
en persona y cinco caballeros más sostuvieron un torneo después de
la toma de San Juan de Acre, contra cuantos se presentaron! Digo
además que aquel mismo día cada caballero corrió tres carreras e
hizo morder el polvo a sus tres antagonistas; y aseguro, por último,
que de los vencidos siete eran caballeros del Temple. Presente está
sir Brian de Bois-Gilbert, que sabe mejor que nadie si hablo
verdad!”
Fragmento
de Las Minas del Rey
Salomón, de Henry R.
Haggard
“-¿Qué
oyó usted en Bamangwato con relación a la expedición de mi
hermano? -preguntóme sir Henry, mientras yo hacía una pausa para
cargar mi pipa, antes de contestar al capitán Good.
-Oí,
y jamás he hecho mención de ello hasta hoy, que su hermano se
dirigía a las minas de Salomón.
-¡Las
minas de Salomón!- exclamaron a un tiempo mismo mis dos
oyentes.-¿Dónde están esas minas?
-Lo
ignoro; sí sé en donde se dice que están. Una vez vi los picos de
las montañas que las rodean; pero un desierto de ciento treinta
millas me separaba de ellas, y no sé que blanco alguno lo haya
cruzado, excepto uno. Quizá lo mejor que puedo hacer, es contarle la
leyenda de esas minas, tal como la conozco, dándome ustedes palabra
de no revelar cosa alguna de lo que diga sin obtener mi
consentimiento. ¿Aceptan ustedes? Tengo mis razones para decirlo
así”.
Fragmento
de Ben-Hur,
de Lewis Wallace
“Al
finalizar la sexta vuelta, Messala seguía en primera posición con
Ben-Hur pegado a la trasera de su carro. Así llegaron a la meta de
salida y dieron la vuelta. Las huellas de ambas carrozas se
confundían en la arena y el duelo era increíble. -Juraría que
Ben-Hur prepara un golpe decisivo - dijo Simónides. -Puede hacer lo
que le venga en gana -replicó Ilderím-, pues los caballos están
frescos como al empezar la carrera. Son briosos mis corceles. Tan
sólo quedaba una vuelta. De todas las tribunas surgió una especie
de rugido cuando el sidonio fustigó furiosamente a sus caballos, los
cuales, locos de miedo y de dolor, avanzaron desesperadamente, mas no
lograron alcanzar la posición de cabeza. Idéntica suerte corrieron
las carrozas del bizantino y el corintio. En realidad, ya habían
perdido la carrera.
El
público aclamaba mayoritariamente al judío y le daba ánimos para
ganar. -¡Ben-Hur! ¡Ben-Hur! -¡Dales rienda a los corceles!
-¡Vamos, judío! ¡Azótales! -¡Fuera Messala! Al dar la vuelta,
Messala tiró de sus caballos hacia la izquierda, obligando a Ben-Hur
a aflojar la marcha. Se sentía seguro del triunfo y feliz por el
dinero que iba a ganar y por las felicitaciones que recibiría del
cónsul y los patricios.
Sólo
faltaban seiscientos pasos para alcanzar la fama y la venganza.
Ben-Hur tomó entonces una decisión. Se inclinó hacia sus cuatro
corceles y soltó la rienda. Su mano agitó la larga fusta, que se
extendió como una amenaza sobre las cabezas de los animales, sin
llegar a tocarlos, y los caballos saltaron tras la carroza romana
como uno solo. El rostro del judío aparecía lleno de sudor. Su
semblante enrojecido y sus ojos llameantes indicaban su voluntad
irresistible de ganar”.
Fragmento
de La Odisea,
de Homero
" Entretanto
la sólida nave en su curso ligero
se enfrentó a las Sirenas: un
soplo feliz la impelía
mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda
se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.
Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela,
la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,
blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera
y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando
con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran
poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.
Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos
y, a su vez, me ataron de piernas y manos
en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego,
a azotar con los remos volvieron al mar espumante.
Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito
y la nave crucera volaba, mas bien percibieron
las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:
"Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto...”
mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda
se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.
Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela,
la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,
blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera
y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando
con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran
poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.
Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos
y, a su vez, me ataron de piernas y manos
en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego,
a azotar con los remos volvieron al mar espumante.
Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito
y la nave crucera volaba, mas bien percibieron
las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:
"Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto...”
Fragmento
de El Hobbit, de J.R.R. Tolkien
“En
un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo,
sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco
un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que
comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Tenía
una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde,
con una manilla de bronce dorada y brillante, justo en el medio. La
puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico, como un túnel: un
túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas de madera y
suelos enlosados y alfombrados, provisto de sillas barnizadas, y
montones y montones de perchas para sombreros y abrigos; el hobbit
era aficionado a las visitas. El túnel se extendía serpeando, y
penetraba bastante, pero no directamente, en la ladera de la colina
—La Colina, como la llamaba toda la gente de muchas millas
alrededor—, y muchas puertecitas redondas se abrían en él,
primero a un lado y luego al otro. Nada de subir escaleras para el
hobbit: dormitorios, cuartos de baño, bodegas, despensas (muchas),
armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa), cocinas. Comedores,
se encontraban en la misma planta, y en verdad en el mismo pasillo.
Las mejores habitaciones estaban todas a la izquierda de la puerta
principal, pues eran las únicas que tenían ventanas, ventanas
redondas, profundamente excavadas, que miraban al jardín y los
prados de más allá, camino del río.
Este
hobbit era un hobbit acomodado, y se apellidaba Bolsón. Los Bolsón
habían vivido en las cercanías de La Colina desde hacía muchísimo
tiempo, y la gente los consideraba muy respetables, no sólo porque
casi todos eran ricos, sino también porque nunca tenían ninguna
aventura ni hacían algo inesperado: uno podía saber lo que diría
un Bolsón acerca de cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo.
Esta es la historia de cómo un Bolsón tuvo una aventura, y se
encontró a sí mismo haciendo y diciendo cosas por completo
inesperadas. Podría haber perdido el respeto de los vecinos, pero
ganó... Bueno, ya veréis si al final ganó algo”.
Fragmento
de Robinson Crusoe,
de Daniel Defoe
"Era un joven hermoso, perfectamente formado, con las piernas rectas y fuertes, no demasiado largas. Era
alto, de buena figura y tendría unos veintiséis años. Su semblante era agradable, no parecía hosco ni feroz;
su rostro era viril, aunque tenía la expresión suave y dulce de los europeos, en especial, cuando sonreía. Su
cabello era largo y negro, no crespo como la lana; su frente era alta y despejada y los ojos le brillaban con
vivacidad. Su piel no era negra sino muy tostada, carente de ese tono amarillento de los brasileños, los
nativos de Virgina y otros aborígenes americanos; podría decirse que, más bien, era de una aceitunado muy
agradable, aunque difícil de describir. Su cara era redonda y clara; su nariz, pequeña pero no chata como la
de los negros; y tenía una hermosa boca de labios finos y dientes fuertes, bien alineados y blancos como el
marfil. Después de dormitar durante media hora, se despertó y salió de la cueva a buscarme. Yo me hallaba
ordeñando mis cabras, que estaban en el cercado contiguo y, cuando me vio, se acercó corriendo y se dejó
caer en el suelo, haciendo toda clase de gestos de humilde agradecimiento. Luego colocó su cabeza sobre el
suelo, a mis pies, y colocó uno de ellos sobre su cabeza, como lo había hecho antes. Acto seguido, comenzó
a hacer todas las señales imaginables de sumisión y servidumbre, para hacerme entender que estaba
dispuesto a obedecerme mientras viviese. Comprendí mucho de lo que quería decirme y le di a entender
que estaba muy contento con él. Entonces, comencé a hablarle y a enseñarle a que él también lo hiciera
conmigo. En primer lugar, le hice saber que su nombre sería Viernes, que era el día en que le había salvado
la vida. También le enseñé a decir amo, y le hice saber que ese sería mi nombre. Le enseñé a decir sí y no,
y a comprender el significado de estas palabras. Luego le di un poco de leche en un cacharro de barro, le
mostré cómo bebía y mojaba mi pan. Le di un trozo de pan para que hiciera lo mismo e, inmediatamente lo
hizo, dándome muestras de que le gustaba mucho."
No hay comentarios:
Publicar un comentario