domingo, 26 de abril de 2015

Textos del mes de abril - Literatura de Aventuras

Aquí os dejamos algunos de los fragmentos significativos de obras representativas de la literatura de aventuras. Ya sabéis, algunas preguntas del Trivial estarán relacionadas con estos textos...


Fragmento de Moby Dick, de Herman Melville

"Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano".

Fragmento de La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson

“Me ha sido imposible rehusar las repetidas instancias que el caballero Trelawney, el doctor Livesey y otros muchos señores me han hecho para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la ISLA DEL TESORO. Pongo, pues, manos a la obra, relatándolo todo, desde el alfa hasta la omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando la determinación geográfica de la isla, y esto sólo porque estoy convencido de que en ella existe aún un escondido tesoro. Tomo la pluma en el año de gracia de 17... y retrocedo hasta la época en que mi padre era propietario de la posada del "Almirante Benbow" y hasta el día en que por vez primera, vino a alojarse en ella aquel viejo marino de tez curtida por los elementos, con su grande y visible cicatriz. Aún lo recuerdo. Llegó a la puerta de la posada estudiando su aspecto, seguido de su maleta, que alguien conducía tras el en una carretilla de mano. Era un hombre alto, fuerte, de pronunciado color moreno avellana. Su trenza o coleta alquitranada caíale sobre las hombreras de su poco limpia blusa marina. Sus manos callosas y llenas de marcas, enseñaban las extremidades de unas uñas quebradas y negruzcas; llevaba en una mejilla aquella cicatriz de sable, sucia y de color blancuzco y repugnante”.

Fragmento de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift

"El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugítan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo -pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de que yo pudiera atraparlas”.

Fragmento de El capitán Alatriste, de Arturo Pérez Reverte

“No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedíes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros”.

Fragmento de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas

-Apartaos, joven -gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de su rostro había adivinado el designio de D'Artagnan-. Podéis retiraros, os lo permitimos. Salvad vuestra piel, de prisa.
D'Artagnan no se movió.
-Decididamente sois un valiente -dijo Athos apretando la mano del joven.
-¡Vamos, vamos, tomemos una decisión! -prosiguió Jussac.
-Veamos -dijeron Porthos y Aramis-, hagamos algo.
-El señor está lleno de generosidad -dijo Athos.
Pero los tres pensaban en la juventud de D'Artagnan y temían su inexperiencia.
-No seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño -prosiguió Athos-, y no por eso dejarán de decir que éramos cuatro hombres.
-¡Sí, pero retroceder...! -dijo Porthos. -Es difícil -añadió Athos.
D'Artagnan comprendió su falta de resolución.
-Señores, ponedme a prueba -dijo-, y os juro por mi honor que no quiero marcharme de aquí si somos vencidos.
-¿Cómo os llamáis, valiente? -dijo Athos.
-D'Artagnan, señor.
-¡Pues bien, Athos, Porthos, Aramis y D'Artagnan, adelante! -gritó Athos.
-¿Y bien? Veamos, señores, ¿os decidís a decidiros? -gritó por tercera vez Jussac.
-Está resuelto, señores -dijo Athos.”

Fragmento de Las cuatro plumas, de A.E.W. Mason

"Toda mi vida tuve miedo de que algún día actuara como un cobarde, y desde el principio supe que estaba destinado a ser militar. Mantuve mi temor en privado. No tenía a nadie a quien contarle. Mi madre había fallecido, y mi padre… Se detuvo por un momento, y respiro profundamente. Casi podía ver a su padre aquel solitario hombre de hierro, sentado en ese mismo instante en la silla favorita de su madre en la terraza, mirando sobre los campos iluminados por la luna en los Sussex Downs; podría imaginarlo soñando con los honores y distinciones que los Fevershams merecedoramente ganarían inmediatamente gracias a su hijo en la campaña en Egipto. Seguramente el corazón del viejo hombre se rompería al saber de esto. La magnitud del daño que había causado, la miseria que se esparciría, empezaba a ser clara para Harry Feversham. Soltó su cabeza entre sus manos y gimió en voz alta (…).
Feversham recogió el anillo y lo sostuvo en la palma de su mano, manteniéndose estoicamente. Nunca le había importado tanto ella, nunca había reconocido sus valores tan minuciosamente como en este momento que la perdía. Sólo ella irradiaba luz en esa silenciosa habitación, maravillosa, más maravillosa, desde las brillantes flores de su cabello hasta las blancas zapatillas de sus pies. No era creíble que alguna vez la hubiera conquistado. Sin embargo, lo había hecho y por su deslealtad la había perdido. Entonces su voz rompió sus reflexiones.
-Esas, también, son tuyas. ¿Las puedes tomar, por favor? 
-Ella apuntaba con su abanico hacia las plumas colocadas sobre la mesa. Feversham obedientemente las alcanzó con la mano, y las apartó con sorpresa.
-Hay cuatro plumas-, dijo él. 
Ethne no contestó, y mirando su abanico Feversham lo comprendió todo. Era un abanico de marfil y plumas blancas. Ella había roto una de las plumas y la había añadido por su cuenta a las tres. Lo que había hecho era cruel, sin duda. Pero ella deseaba ponerle fin a todo -un completo e inevitable final-; aunque su voz era firme y su rostro, a pesar de su complexión, imperturbable, se sentía realmente atormentada por la humillación y el dolor. Deseaba no volver a ver a Harry Feversham después de esa noche. Por eso había añadido la cuarta pluma a las tres. Él las mantuvo entre sus dedos como si las fuera a quebrar por la mitad. Pero se detuvo en la acción. Miró de repente hacia ella y mantuvo sus ojos sobre su rostro por un instante. Entonces con extrema delicadeza colocó las plumas en el bolsillo de su pecho. Ethne en ese instante no tomó en cuenta porqué lo hacía. Sólo pensó que ese era el irrevocable final”. 

Fragmento de Huckleberry Finn, de Mark Twain

"Pasaron dos o tres días con sus noches; creo que podría decir que pasaron nadando, que se deslizaron, callados, serenos, hermosos. Así pasábamos el tiempo: allá abajo el río era monstruosamente grande..., en algunos lugares tenía una milla y media de ancho; por la noche navegábamos, y de día parábamos y nos escondíamos; en cuanto empezaba a hacerse de día dejábamos de navegar y amarrábamos la balsa, casi siempre en las aguas muertas, debajo de una barra de arena; luego cortábamos unos álamos jóvenes y unos sauces y tapábamos la balsa con ellos. Después de echar los sedales, nos metíamos en el río sin hacer ruido, y nadábamos un rato para lavarnos y refrescarnos, y nos sentábamos en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba más o menos hasta las rodillas y mirábamos la luz del día. No se oía nada, un silencio perfecto, como si el mundo entero durmiese; a veces, sólo el chapaleo de las ranas. Si mirábamos por encima del agua, lejos, lo primero que se veía era algo que parecía una línea oscura: era el bosque, al otro lado; no se distinguía nada más; luego, un pedazo pálido de cielo, y más palidez, extendiéndose; entonces, muy lejos, el río empezaba a suavizarse, y ya no era negro, sino gris; se veían unas manchitas oscuras que flotaban, muy lejos; chalanas y esas cosas, y unas rayas largas y negras, balsas; a veces se oía el crujir de un remo, o voces entreveradas, porque era tan grande el silencio y los sonidos llegaban de muy lejos; y enseguida se veía una raya en el agua, por su aspecto sabíamos que era un tronco sumergido en la corriente rápida que se rompía encima y le daba esa forma; y luego la neblina, rizándose sobre el agua, y el este se ponía rojo, y también el río, y aparecía una cabaña de troncos al borde del bosque, muy lejos, en la otra orilla, seguramente un depósito de maderas, con las pilas hechas por unos chapuzas, tan mal, que se podía soltar un perro y hacerlo pasar por cualquier parte. Y luego, una brisa muy suave que viene desde allí, abanicándote, fresca y pura y con ese olor tan dulce que le dan los bosques y las flores, aunque hay veces que no llega así porque alguien deja peces muertos por ahí, peces aguja o de otra clase, y huelen bastante mal; y luego, ¡el día!, ¡y todo sonríe al sol, y los pájaros cantan y cantan! "

Fragmento de 20.000 leguas de viaje submarino, de Julio Verne

"Pero no podíamos detenernos. Había que seguir al capi­tán, que parecía dirigirse por senderos tan sólo por él cono­cidos. El suelo ascendía sensiblemente y a veces al elevar el brazo lo sacaba por encima de la superficie del agua. Luego, el nivel del banco descendió de nuevo caprichosamente. A menudo debíamos contornear altas rocas de formas pira­midales. En sus oscuras anfractuosidades, grandes crustáce­os, apostados sobre sus altas patas como máquinas de gue­rra, nos miraban con sus ojos fijos, y bajo nuestros pies reptaban diversas clases de nereidos alargando desmesura­damente sus antenas y sus cirros tentaculares.
De repente se abrió ante nosotros una vasta gruta excava­da en un pintoresco conglomerado de rocas tapizadas de flo­ra submarina. En un primer momento, la gruta me pareció profundamente oscura. Los rayos solares parecían apagarse en ella por degradaciones sucesivas. Su vaga transparencia no era ya más que luz ahogada. El capitán Nemo entró en ella y nosotros le seguimos. Mis ojos se acostumbraron pronto a esas tinieblas relativas. Distinguí los arranques de la bóveda, muy caprichosamente torneados, sobre pilares naturales sólidamente sustentados en su base granítica, como las pesadas columnas de la arquitectura toscana. "

Fragmento de El Último Catón, de Matilde Asensi

"Seguí punto por punto las indicaciones de Farag, cruzando una mirada de inteligencia con el capitán en cuanto estuve lo bastante cerca. Tenían razón en sus apreciaciones. El centro de la fuente era un cilindro de piedra del que salían doce grifos de cobre bajo los cuales había un desaguadero de poco menos de un metro de ancho, rodeado por un pequeño pretil. Allí, al fondo, casi ocultos por el agua sucia que había quedado estancada después de las recientes y masivas abluciones, podían verse los sillares de piedra con los relieves desgastados en los que se adivinaba perfectamente —una vez que se sabía lo que había que buscar— las partes inconexas de un Crismón constantineano. Muy bien, me dije frunciendo los labios, ¿dónde estaba el truco? ¿Qué había que hacer ahora? A pesar de que estaba advertida del peligro que suponía mi presencia junto al sabial, no me di cuenta de que, con un gesto inconsciente, acababa de abrir uno de los grifos y, aunque no provoqué ningún cataclismo cósmico, ese gesto me dio una idea que, desde luego, no dudé en poner en práctica: quitándome los zapatos ante los ojos horrorizados de Farag y del capitán, me metí en el canal del desaguadero para comprobar si lo que había que hacer era pisar las piedras. Obviamente, no sirvió para nada, pero, como el fondo estaba muy resbaladizo, al dar un paso atrás para salir patiné y choqué de costado contra el grifo que tenía delante. Lo curioso fue que el grifo se dobló hacia arriba sin romperse, dejando al descubierto un muelle que delataba que habíamos dado con algo. Farag y el capitán, viendo el resorte, decidieron imitarme y se metieron, con zapatos y todo, en el canalón, propinando empellones a todos los grifos como si se hubieran vuelto locos".

Fragmento de Sandokán, el Rey del Mar, de Emilio Salgari

"Antes de abandonar los dos barcos, los malayos encendieron mechas adheridas a los barriles de pólvora que habían dejado en la Santa Bárbara. Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, se apoyaron en la amura de popa para mirar tranquilamente a los dos transportes. Delante de ellos habían colocado un cronómetro. 
¡Tres minutos!- dijo, de repente, Sandokán, volviéndolo hacia sus compañeros. ¡El final!
Un instante después retumbaba una explosión horrísona, a la que siguió otra a muy poca distancia, no menos ensordecedora. Ambas naves, cuarteadas por las voladuras, se hundían rápidamente, en medio de los gritos furiosos de los soldados y de las tripulaciones que contemplaban la catástrofe desde la costa de la isla. 
¡He ahí la guerra!- dijo Sandokán, con una sonrisa sarcástica- ¿La han querido? ¡Que la paguen! ¡Y esto no es más que el comienzo del drama! 
Luego volviéndose hacia Yáñez, añadió: 
Ahora vámonos a Sarawak; aquel golfo será el teatro de nuestra futura campaña, y allí las presas serán más abundantes que aquí! ¡Ya lo veréis! El Rey del Mar se alejó rápidamente de las islas Romades, poniendo la proa al Sur”. 

Fragmento de Ivanhoe, de Sir Walter Scott

-Yo creo, tío nuestro -dijo Wamba-, que si Ricardo Corazón de León fuese bastante sabio para seguir los consejos de un loco, debía estar aquí con sus bravos ingleses, y reservar el honor de libertar a Jerusalén a estos valientes caballeros, que son los más interesados.
-¿Es posible -añadió lady Rowena- que no se encuentre en todo el ejército inglés un sólo caballero que pueda competir con los del Temple y los de San Juan? -No os digo, señora -contestó el templario-, que t deje de haberlos. El rey Ricardo llevó a Palestina una hueste de famosos guerreros que de cuantos han blandido una lanza en defensa del Santo Sepulcro sólo ceden a mis hermanos de armas, que siempre han sido el perpetuo baluarte de la Tierra Santa. -¡Que a nadie cedieron jamás! --exclamó con fuerza el peregrino, que se había acercado algún tanto y escuchaba esta conversación con visible impaciencia. Todos los circunstantes se volvieron hacia donde había sonado tan inesperada voz. -Sostengo -continuó con firme y decidida voz- que a los caballeros ingleses que formaban la escolta de Ricardo I no aventaja ninguno de cuantos han blandido el acero en defensa de Sión! ¡Y añado, porque lo he visto, que el rey Ricardo en persona y cinco caballeros más sostuvieron un torneo después de la toma de San Juan de Acre, contra cuantos se presentaron! Digo además que aquel mismo día cada caballero corrió tres carreras e hizo morder el polvo a sus tres antagonistas; y aseguro, por último, que de los vencidos siete eran caballeros del Temple. Presente está sir Brian de Bois-Gilbert, que sabe mejor que nadie si hablo verdad!”

Fragmento de Las Minas del Rey Salomón, de Henry R. Haggard
-¿Qué oyó usted en Bamangwato con relación a la expedición de mi hermano? -preguntóme sir Henry, mientras yo hacía una pausa para cargar mi pipa, antes de contestar al capitán Good.
-Oí, y jamás he hecho mención de ello hasta hoy, que su hermano se dirigía a las minas de Salomón.
-¡Las minas de Salomón!- exclamaron a un tiempo mismo mis dos oyentes.-¿Dónde están esas minas?
-Lo ignoro; sí sé en donde se dice que están. Una vez vi los picos de las montañas que las rodean; pero un desierto de ciento treinta millas me separaba de ellas, y no sé que blanco alguno lo haya cruzado, excepto uno. Quizá lo mejor que puedo hacer, es contarle la leyenda de esas minas, tal como la conozco, dándome ustedes palabra de no revelar cosa alguna de lo que diga sin obtener mi consentimiento. ¿Aceptan ustedes? Tengo mis razones para decirlo así”.

Fragmento de Ben-Hur, de Lewis Wallace

“Al finalizar la sexta vuelta, Messala seguía en primera posición con Ben-Hur pegado a la trasera de su carro. Así llegaron a la meta de salida y dieron la vuelta. Las huellas de ambas carrozas se confundían en la arena y el duelo era increíble. -Juraría que Ben-Hur prepara un golpe decisivo - dijo Simónides. -Puede hacer lo que le venga en gana -replicó Ilderím-, pues los caballos están frescos como al empezar la carrera. Son briosos mis corceles. Tan sólo quedaba una vuelta. De todas las tribunas surgió una especie de rugido cuando el sidonio fustigó furiosamente a sus caballos, los cuales, locos de miedo y de dolor, avanzaron desesperadamente, mas no lograron alcanzar la posición de cabeza. Idéntica suerte corrieron las carrozas del bizantino y el corintio. En realidad, ya habían perdido la carrera.
El público aclamaba mayoritariamente al judío y le daba ánimos para ganar. -¡Ben-Hur! ¡Ben-Hur! -¡Dales rienda a los corceles! -¡Vamos, judío! ¡Azótales! -¡Fuera Messala! Al dar la vuelta, Messala tiró de sus caballos hacia la izquierda, obligando a Ben-Hur a aflojar la marcha. Se sentía seguro del triunfo y feliz por el dinero que iba a ganar y por las felicitaciones que recibiría del cónsul y los patricios.
Sólo faltaban seiscientos pasos para alcanzar la fama y la venganza. Ben-Hur tomó entonces una decisión. Se inclinó hacia sus cuatro corceles y soltó la rienda. Su mano agitó la larga fusta, que se extendió como una amenaza sobre las cabezas de los animales, sin llegar a tocarlos, y los caballos saltaron tras la carroza romana como uno solo. El rostro del judío aparecía lleno de sudor. Su semblante enrojecido y sus ojos llameantes indicaban su voluntad irresistible de ganar”.

Fragmento de La Odisea, de Homero
Entretanto la sólida nave en su curso ligero 
se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía
mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda
se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.
Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela,
la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,
blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera
y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando
con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran
poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.
Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos
y, a su vez, me ataron de piernas y manos
en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego,
a azotar con los remos volvieron al mar espumante.
Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito
y la nave crucera volaba, mas bien percibieron
las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:
"Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto...”

Fragmento de El Hobbit, de J.R.R. Tolkien

“En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con una manilla de bronce dorada y brillante, justo en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico, como un túnel: un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas de madera y suelos enlosados y alfombrados, provisto de sillas barnizadas, y montones y montones de perchas para sombreros y abrigos; el hobbit era aficionado a las visitas. El túnel se extendía serpeando, y penetraba bastante, pero no directamente, en la ladera de la colina —La Colina, como la llamaba toda la gente de muchas millas alrededor—, y muchas puertecitas redondas se abrían en él, primero a un lado y luego al otro. Nada de subir escaleras para el hobbit: dormitorios, cuartos de baño, bodegas, despensas (muchas), armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa), cocinas. Comedores, se encontraban en la misma planta, y en verdad en el mismo pasillo. Las mejores habitaciones estaban todas a la izquierda de la puerta principal, pues eran las únicas que tenían ventanas, ventanas redondas, profundamente excavadas, que miraban al jardín y los prados de más allá, camino del río.
Este hobbit era un hobbit acomodado, y se apellidaba Bolsón. Los Bolsón habían vivido en las cercanías de La Colina desde hacía muchísimo tiempo, y la gente los consideraba muy respetables, no sólo porque casi todos eran ricos, sino también porque nunca tenían ninguna aventura ni hacían algo inesperado: uno podía saber lo que diría un Bolsón acerca de cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo. Esta es la historia de cómo un Bolsón tuvo una aventura, y se encontró a sí mismo haciendo y diciendo cosas por completo inesperadas. Podría haber perdido el respeto de los vecinos, pero ganó... Bueno, ya veréis si al final ganó algo”.

Fragmento de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe

"Era un joven hermoso, perfectamente formado, con las piernas rectas y fuertes, no demasiado largas. Era alto, de buena figura y tendría unos veintiséis años. Su semblante era agradable, no parecía hosco ni feroz; su rostro era viril, aunque tenía la expresión suave y dulce de los europeos, en especial, cuando sonreía. Su cabello era largo y negro, no crespo como la lana; su frente era alta y despejada y los ojos le brillaban con vivacidad. Su piel no era negra sino muy tostada, carente de ese tono amarillento de los brasileños, los nativos de Virgina y otros aborígenes americanos; podría decirse que, más bien, era de una aceitunado muy agradable, aunque difícil de describir. Su cara era redonda y clara; su nariz, pequeña pero no chata como la de los negros; y tenía una hermosa boca de labios finos y dientes fuertes, bien alineados y blancos como el marfil. Después de dormitar durante media hora, se despertó y salió de la cueva a buscarme. Yo me hallaba ordeñando mis cabras, que estaban en el cercado contiguo y, cuando me vio, se acercó corriendo y se dejó caer en el suelo, haciendo toda clase de gestos de humilde agradecimiento. Luego colocó su cabeza sobre el suelo, a mis pies, y colocó uno de ellos sobre su cabeza, como lo había hecho antes. Acto seguido, comenzó a hacer todas las señales imaginables de sumisión y servidumbre, para hacerme entender que estaba dispuesto a obedecerme mientras viviese. Comprendí mucho de lo que quería decirme y le di a entender que estaba muy contento con él. Entonces, comencé a hablarle y a enseñarle a que él también lo hiciera conmigo. En primer lugar, le hice saber que su nombre sería Viernes, que era el día en que le había salvado la vida. También le enseñé a decir amo, y le hice saber que ese sería mi nombre. Le enseñé a decir sí y no, y a comprender el significado de estas palabras. Luego le di un poco de leche en un cacharro de barro, le mostré cómo bebía y mojaba mi pan. Le di un trozo de pan para que hiciera lo mismo e, inmediatamente lo hizo, dándome muestras de que le gustaba mucho."

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