Publicamos el trabajo de la tercera finalista de nuestro concurso de relatos. Disfrutad de la lectura y enhorabuena por tu participación, Arancha.
Cuenta la leyenda que este hecho sólo ocurría una vez al
año, en un pueblo alejado de la vida social. Corría el año 1503. Era un día
frío de finales de octubre, las gentes paseaban el ganado, corrían por las
calles sin saber lo que les acontecía.
Como cada año, la llegada de la noche de los santos difuntos
ponía un tanto inquieto a la gente de esta pequeña población y más aún si se
veía deambular a gente extraña con aspecto pálido por las calles.
Ese día John jugaba tranquilamente con una bola de pan junto
a su hermano. Eran tiempos muy difíciles donde la comida escaseaba y las
enfermedades mataban a la gente. John, a sus doce años, no entendía muy bien
por qué una noche al año, su madre y su padre, aterrados cerraban puertas y
escotillas a cal y canto, tampoco entendía por qué la gente le decía que esa
noche no saliera de su casa, ni por qué todos parecían asustados con la llegada
del día uno de noviembre.
Ese día todo pasó muy rápido. Era un día extraño. Su madre
merodeaba por la casa nerviosa con un aspecto escalofriante.
Como era de esperar ese día el padre de John llegó de
trabajar a las seis de la tarde y empezó a entablillar puertas y ventanas.
La tarde comenzó a ponerse terrorífica. Caía una leve
tormenta y las calles estaban desiertas, quitando a algún borracho sin casa.
La familia de John se sentó a cenar con una luz tenue. El
nerviosismo y la angustia se palpaba en el ambiente. John se hacía muchas
preguntas pero nadie quería hablar del tema ni siquiera mencionarlo.
Al llegar la temible madrugada, John escuchó pasos y unas
suaves luces en la calle. Sin hacer ruido se levantó y fue a descubrir qué
demonios pasaba. Se subió a lo alto del gallinero, desde donde se divisiva
medio pueblo y lo que vio fue escalofriante.
Era una procesión maquiavélica, de muy mal gusto para quien
estuviera haciendo eso. Desde allí lo que veía era un densa niebla y unos
hombres con unas túnicas negras hasta los pies, sujetando un atáud.
A esos supuestos hombres no se les veía el rostro y parecían
que iban flotando sobre sí mismos. Todos llevaban un pequeño candelabro con una
pequeña vela en su interior. Parecían que vagaban en busca de algo o alguien.
Al principio de la procesión iba un hombre humano de aspecto pálido, con ojeras
y sin rumbo.
Llevaba un estardante. John estaba aterrado pero se quedó
hasta que la procesión se perdió adentrándose
en el bosque.
Al día siguiente relató todo lo que había visto a sus
padres, que asustados le contaron la verdad y al grave peligro que se había
expuesto.
Según contaba la leyenda, la noche de los difuntos “la santa
compaña”, así llamada esa procesión
terrorífica, bajaba al pueblo para vagar en busca de alguna alma de entre los
vivos.
Los hombres que la componían eran almas en pena mandados por
la muerte. La persona que iba al principio de la comitiva, que era de carne y
hueso, tenía esa noche que encontrar a otra persona y pasarle el estardante
para que su maldición acabara si no estaría condenado a seguir vagando durante
otro año más.
Al día siguiente corrió como la pólvora la triste noticia.
Un vecino del pueblo había desaparecido misteriosamente. El pobre Billy era un
hombre de mediana edad aficionado a la bebida, que esa misma noche deambulaba
por las calles. Todos sabíamos que se lo había llevado la “santa compaña”.
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